Una ciudad sin humo, sin ruido y sin pitos
Fantaseo con una ciudad en la que cruzar por un paso de peatones con un carrito de bebé a una hora punta no sea jugarse el cuello (el tuyo y el de tu hijo); fantaseo con una ciudad en la que puedas deambular por sus calles sin escuchar cada 20 segundos a un conductor excitado tocando el maldito claxon de su coche; fantaseo con una ciudad en la que la nube tóxica que la cubre no ocasione múltiples alteraciones de salud a sus habitantes; fantaseo, en fin, con una ciudad en la que los coches particulares dejen de tocar las narices al ciudadano.
Pero sí, yo también necesito el coche. Por eso se trata de una fantasía, porque no es realista: el coche lo tiene todo muy bien atado. Cuando me planteé prescindir del coche y probé durante un mes a usar en exclusiva el transporte público en mi ciudad terminé comprándome un Seat barato. Quería dejar el coche y, al final, cambié de coche.
Yo también pito cuando no debo, me enfadó por nimiedades al volante y voy más rápido de lo que debería en algunos instantes. Como dirían en Los Simpsons: yo también soy un conductor colérico.
Sin querer profundizar demasiado en la cuestión psicológico de el hecho de conducir por ciudad (¿por qué todo el mundo está siempre tan tenso?), lo que está claro que algo debe cambiar en las grandes ciudades. El urbanismo del futuro debe caminar hacia una ciudad que vuelva a estar construida teniendo como referencia al ser humano, y a no al sistema de transporte particular, como se ha producido en el siglo XX.
Suelo decir que dentro de unas cuantas décadas las calles ya no serán patrimonio de los coches. Podremos volver a disfrutar de paseos andando (o en bici) sin tener que estar mirando constantemente de reojo para asegurarse de que el Fittipaldi de turno no nos cepille. Pero eso será dentro de mucho tiempo, y yo no le veré. Hasta que llegue ese momento, yo también seguiré con mi Seat barato pitando y haciendo rally por los pasos de peatones para aterrorizar a los sufridos paseantes.