Yo creo que hasta los veintitantos años no cambié mi primer tornillo. Hasta esa época conocía el destornillador, lo había visto muchas veces en la mano de mi padre arreglando cosas, pero nunca me había dado por usarla. Si había cualquier cosa que montar o arreglar ya se encargaba mi padre o, en su defecto, mi hermano. ¡Jamás nadie dejaría que yo me ocupara de cosas tan vulgares como apretar un tornillo… que para eso era el pequeñín de la casa!

Pero a todo pequeñín no llega el día de crecer. Y ese día, cuando no está ya por ahí ni tu padre ni tu hermano para sacarte las castañas del fuego, te das cuenta que ni sabes encender el fuego ni sabes dónde están las castañas. Así que muchos menos vas a saber sacarlas. Pero no tampoco quieres morir de hambre, tienes que aprender a marchas forzadas un montón de cosas… incluso a usar un destornillador.

En mi primera casa de alquiler quise hacerlo todo a mi manera, sin contar con la ayuda de nadie. Era una casa semiamueblada y necesitaba algunas cosas. Pronto me di cuenta que lo tenía tampoco funcionaba muy bien. Hasta tuve que comprar Pilas baratas para poner en marcha algunos aparatos un tanto peleones. Pero lo peor fue cuando compré algún mueble y lo tuve que montar. Las instrucciones venían en muchos idiomas, pero no en el mío: el idioma de los inútiles.

Cuando te pones a martillear algo y dos de cada tres veces no golpeas donde tiene que ser es que algo va mal. El armario de la tele quedó desequilibrado porque no fui capaz de dar con la tecla con los engranajes de las patas ni de las puertas inferiores de forma que la televisión quedaba un poco torcida: una cosa de locos.

Como tuve que ir a comprar comprar Pilas baratas para un destornillador automático que compré aproveché para exponerle mis problemas al tendero que no era capaz de entenderme: “pero si son muebles muy fáciles de montar”. “Sí, pero es que yo no apreté un tornillo hasta los 30”. “Eso lo explica todo”, me respondió… y con razón.